Debo convenir en que no vivo en una ciudad colmada de edificios tapa soles, taxistas que hacen sonar sus bocinas creyendo solucionar las cosas, falsos john lennons tocando mal la guitarra en los subtes, ni sinfónicos martillos neumáticos rompiendo las calles que hacen imposible la siesta. Pero volver al barrio me las hace ver negras: Comenzando en que no se me permite volver alcoholizado todas las madrugadas (vomitarle las plantas a madre es lo último que harías en tu vida), ni andar en calzones por la casa. Ver en la mesa un diario que no para de escribir sobre el utópico Chávez, el tuerto Kirchner, el ignorante Moyano, el moribundo Castro, las putas papeleras y que el fútbol es lo más importante en nuestras vidas carentes de sentido.
Siguiendo por que mis pensamientos se van limitando a los estudios (“debería estudiar”), mi economía (“debería trabajar”), y los cotidianos problemas que, acá, parecen tener importancia: El crecimiento del pasto, el no poder encontrar un equilibrio entre el agua caliente y la fría cuando me baño, el perro, las infinitas exigencias de los padres, que de vez en cuando tengo que cortar mi barba y mi pelo, ordenar mi pieza, lo cual es complicado, y todas las demás cosas que en la playa, con media docena de enfermos, no importaban.
Y finalizando con los 35º C. diarios y mi teoría de que todos estamos muertos y este es el infierno, que los buenos momentos duran unas cuantas horas, que me preguntan a dónde he ido y qué he hecho, una y otra vez. Y que ya tengo 20 años y todavía no hice nada importante.
En fin, C`est la vie, solo se vive un mes al año.
El otro día me encontré un llavero de Jack y me puse contento.